jueves, 11 de noviembre de 2010

Mundo Realista (Braulio Gamonal)

Mundo Realista
Características
Se ajusta a una realidad presentando cánones semejantes a la vida cotidiana en una secuencia lógica de hechos
Tiene como propósito reflejar de manera objetiva esa realidad
Obras Literarias que en que se representa un Mundo Realista
    • Martín Rivas de Alberto Blest Gana
    • Gracia y el Forastero de Guillermo Blanco
    • La Tregua de Mario Benedetti
    • Sábado de Gloria Mario Benedetti
    • Paula de Isabel Allende 

Ejemplo:

PAULA
Isabel Allende

Contraportada
Paula es una descarnada memoria que se lee sin respirar, como una novela de suspenso.
A partir de una experiencia trágica, Isabel Allende escribe estas páginas conmovedoras.
En diciembre de 1991, su hija Paula cayó enferma de gravedad y poco después entró en
estado de coma. En el hospital la autora comienza a contar la leyenda de su familia para
su hija inerte: "¿Dónde andas, Paula?
¿Cómo serás cuando despiertes? ¿Tendrás memoria o tendré que contarte pacientemente
los veintiocho años de tu vida y los cuarenta y nueve de la mía?" Aparecen entonces ante
nuestros ojos los extravagantes antepasados, los recuerdos deliciosos y amargos de la
infancia, las anécdotas inverosímiles de la juventud, los secretos más íntimos transmitidos
en susurros. Y también el país natal, Chile, y su turbulenta historia: el golpe militar de
1973, la dictadura y los años de exilio para la familia. Entre sus múltiples personajes se
destaca el primo de su padre, un joven diputado "que predicaba contra la Propiedad
privada y la moral conservadora": Salvador Allende.
Como un exorcismo contra la muerte, Isabel Allende en estas página explora el pasado e
interroga a los dioses. El resultado es un libro mágico que lleva al lector del llanto a la
risa, del terror a la sensualidad y a al sabiduría. Paula es una prodigiosa evocación y un
canto a la vida escrito desde el alma por esta mujer valiente y admirable, la creadora de
La casa de los espíritus.
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En diciembre de 1991 mi hija Paula cayó enferma de gravedad y poco después entró en
coma. Estas páginas fueron escritas durante horas interminables en los pasillos de un
hospital de Madrid y en un cuarto de hotel, donde viví varios meses. También junto a su
cama, en nuestra casa de California, en el verano y el otoño de 1992.
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PRIMERA PARTE
Diciembre 1991–Mayo 1992
Escucha, Paula, voy a contarte una historia, para que cuando despiertes no estés tan
perdida.
La leyenda familiar comienza a principios del siglo pasado, cuando un fornido marinero
vasco desembarcó en las costas de Chile, con la cabeza perdida en proyectos de grandeza
y protegido por el relicario de su madre colgado al cuello, pero para qué ir tan atrás, basta
decir que su descendencia fue una estirpe de mujeres impetuosas y hombres de brazos
firmes para el trabajo y corazón sentimental. Algunos de carácter irascible murieron
echando espumarajos por la boca, pero tal vez la causa no fue rabia, como señalaron las
malas lenguas, sino alguna peste local. Compraron tierras fértiles en las cercanías de la
capital que con el tiempo aumentaron de valor, se refinaron, levantaron mansiones
señoriales con parques y arboledas, casaron a sus hijas con criollos ricos, educaron a los
hijos en severos colegios religiosos, y así con el correr de los años se integraron a una
orgullosa aristocracia de terratenientes que prevaleció por más de un siglo, hasta que el
vendaval del modernismo la reemplazó en el poder por tecnócratas y comerciantes. Uno
de ellos era mi abuelo. Nació en buena cuna, pero su padre murió temprano de un
inexplicable escopetazo; nunca se divulgaron los detalles de lo ocurrido esa noche fatídica,
quizás fue un duelo, una venganza o un accidente de amor, en todo caso, su familia
quedó sin recursos y, por ser el mayor, debió abandonar la escuela y buscar empleo para
mantener a su madre y educar a sus hermanos menores. Mucho después, cuando se
había convertido en hombre de fortuna ante quien los demás se quitaban el sombrero, me
confesó que la peor pobreza es la de cuello y corbata, porque hay que disimularla. Se
presentaba impecable con la ropa del padre ajustada a su tamaño, los cuellos tiesos y los
trajes bien planchados para disimular el desgaste de la tela. Esa época de penurias le
templó el carácter, creía que la existencia es sólo esfuerzo y trabajo, y que un hombre
honorable no puede ir por este mundo sin ayudar al prójimo. Ya entonces tenía la
expresión concentrada y la integridad que lo caracterizaron, estaba hecho del mismo
material pétreo de sus antepasados y, como muchos de ellos, tenía los pies plantados en
suelo firme, pero una parte de su alma escapaba hacia el abismo de los sueños. Por eso
se enamoró de mi abuela, la menor de una familia de doce hermanos, todos locos
excéntricos y deliciosos, como Teresa, a quien al final de su vida empezaron a brotarle
alas de santa y cuando murió se secaron en una noche todos los rosales del Parque
Japonés, o Ambrosio, gran rajadiablos y fornicador, que en sus momentos de generosidad
se desnudaba en la calle para regalar su ropa a los pobres. Me crié oyendo comentarios
sobre el talento de mi abuela para predecir el futuro, leer la mente ajena, dialogar con los
animales y mover objetos con la mirada. Cuentan que una vez desplazó una mesa de
billar por el salón, pero en verdad lo único que vi moverse en su presencia fue un
azucarero insignificante, que a la hora del té solía deslizarse errático sobre la mesa. Esas
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facultades despertaban cierto recelo y a pesar del encanto de la muchacha los posibles
pretendientes se acobardaban en su presencia; pero para mi abuelo la telepatía y la
telequinesia eran diversiones inocentes y de ninguna manera obstáculos serios para el
matrimonio, sólo le preocupaba la diferencia de edad, ella era mucho menor y cuando la
conoció todavía jugaba con muñecas y andaba abrazada a una almohadita roñosa. De
tanto verla como a una niña, no se dio cuenta de su pasión hasta que ella apareció un día
con vestido largo y el cabello recogido y entonces la revelación de un amor gestado por
años lo sumió en tal crisis de timidez que dejó de visitarla. Ella adivinó su estado de ánimo
antes que él mismo pudiera desenredar la madeja de sus propios sentimientos y le mandó
una carta, la primera de muchas que le escribiría en los momentos decisivos de sus vidas.
No se trataba de una esquela perfumada tanteando terreno, sino de una breve nota a
lápiz en papel de cuaderno preguntándole sin preámbulos si quería ser su marido y, en
caso afirmativo, cuándo. Meses más tarde se llevó a cabo el matrimonio. La novia se
presentó ante el altar como una visión de otras épocas, ataviada en encajes color marfil y
con un desorden de azahares de cera enredados en el moño; al verla él decidió que la
amaría porfiadamente hasta el fin de sus días.
Para mí esta pareja fueron siempre el Tata y la Memé. De sus hijos sólo mi madre interesa
en esta historia, porque si empiezo a contar del resto de la tribu no terminamos nunca y
además los que aún viven están muy lejos; así es el exilio, lanza a la gente a los cuatro
vientos y después resulta muy difícil reunir a los dispersos. Mi madre nació entre dos
guerras mundiales un día de primavera en los años veinte, una niña sensible, incapaz de
acompañar a sus hermanos en las correrías por el ático de la casa cazando ratones para
guardarlos en frascos de formol. Creció protegida entre las paredes de su hogar y del
colegio, entretenida en lecturas románticas y obras de caridad, con fama de ser la más
bella que se había visto en esa familia de mujeres enigmáticas.
Desde la pubertad tuvo varios enamorados rondándola como moscardones, que su padre
mantenía a la distancia y su madre analizaba con sus naipes del Tarot, hasta que los
coqueteos inocentes terminaron con la llegada a su destino de un hombre talentoso y
equívoco, quien desplazó sin esfuerzo a los demás rivales y le colmó el alma de
inquietudes. Fue tu abuelo Tomás, que desapareció en la bruma, y lo menciono sólo
porque llevas algo de su sangre, Paula, por ninguna otra razón...

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